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MURO DE ESCRITORES:
"OLEAJE"
por Viviana Ibrahim
Mientras
a José lo perseguían los perros, pensaba en María. El tarascón recibido la
primera vez que saltó la cerca lo acompañaría, en nombre del amor, hasta el
último día. Convencida de que el olor a hospital corroe hasta el nombre, paseó
su mano sobre aquella cicatriz protegiéndolo así de un eventual robo. Y cuando
él ya no pudo responder, fue ella quien se encargó de nombrarlo a pesar del
fastidio de los médicos que, apresurados, lo llamaban paciente a secas.
También
ella sabía de huidas, pero de las otras, de las que apresan en círculo hasta
quitar el aire sin saltos que te salven de ser bocado. Lo aprendió siendo
pequeña, cuando su padre decidió embarcar rumbo a la lejanía del mundo de
María, llevando como único equipaje una familia desnuda.
Hacía
tiempo que el escaso trabajo en el campo había traído de invitado, a la mesa
familiar, un crujido en las entrañas que ni la leche merengada lograba
apaciguar. Una noche, Don Carlos reunió a su esposa e hijos en torno al leño
encendido. Acercó las manos a la tímida
luz de las llamas para que todos los presentes pudieran apreciar la
veracidad de la desgracia. Habló de lo
limpias que se encontraban, de la casi suavidad insolente que las amenazaban y
tras cada palabra obligó de a uno por vez, a palparlas. María no entendía por
qué había que entristecerse por unas manos saludables, menos aún la insistencia
de su padre en que aquello era una mala señal. Giró su cabeza en busca de
alguna respuesta pero su madre ya no estaba allí. Los ojos inmensos parpadeaban
apenas ante algún crispar, absorta en un mundo inentendible parecía consumirse
al compas del fuego. Fue repentino. En algún intervalo entre crepitares y
parpadeos, María descubrió que las marcas que Don Carlos reclamaba habían
viajado hasta el rostro de su madre. Allí, a la vista de todos, surcos y
sombras danzaban la resignación. Se mordió los labios para no gritar, y a la hora
del sueño acurrucó el secreto bajo la almohada.
Antes
de que María pudiese memorizar su fecha de nacimiento o aprender el lenguaje
extraño del reloj, se encontró parada en el muelle junto a sus padres. Los
hermanos revoloteaban alrededor de la falda de su madre inmersos en una
realidad de bandidos, con armas de dedos sucios y mocos en los puños. La niña escondía
una muñeca, sujetándola con la rigidez de sus brazos pegados al cuerpo,
mientras observaba el bamboleo de las embarcaciones en la inmensidad del agua.
Aquello no parecía representar un peligro para nadie, las personas del lugar
continuaban trabajando sin prestar la menor atención a esa familia que
aguardaba en el mismo lugar desde hacía largo rato. Don Carlos, en cambio,
notó la amenaza, pero fuera del
mediterráneo, en la propia María y allí mismo enseñó la rudeza que aún habitaba
sus manos. Su madre permaneció parada sosteniendo con firmeza a sus dos
hermanos que se burlaban de ella, mientras el silencio de esos ojos descalzaba
el alma de María frente a una masa de curiosos que no quisieron perder detalle
del espectáculo ofrecido sin entradas. Y
allí quedó por siempre la infancia, tendida en el suelo con el brazo de trapo
roto, viéndola partir.
De fugas imposibles están también aquellas que
suceden cuando lo que estalla es el mismo sol. Y aunque los ojos entrecerrados
se empecinen en no ver, sienten su presencia inevitable y certera pegada al
rostro. A José lo conoció una tarde en que las frutas rodaban por el suelo del
mercado. Ofrecían un espectáculo de colores variados ante los ojos impávidos
del resto y ella, que andaba floja de penas, arrodilló su vergüenza sobre el tendal.
La voluntad se le había acostumbrado a ceder ante lo irremediable, como las
marcas que asomaban en un rostro aún joven sin que encontrase remedio para
evitarlas. Detenerse frente al espejo a observarlas, especialmente luego de
haber vivido una noche de amor para uno, se había convertido en un ritual.
Corría entonces hacia la habitación, sacaba de un tirón las sábanas para
lavarlas hasta que envejecían también sus dedos. No había caso. Aparecían en su
cuerpo manchas violáceas que ningún jabón lograba quitar y sus piernas
doloridas por la batalla nocturna, parecían gritarle que aún estaban vivas y
listas para correr, aunque ella no supiese hacia dónde.
Don
Carlos había sido claro durante la modesta ceremonia celebrada en el bar
central del pueblo. Sosteniendo en alto su copa de vino exclamó, entre
carcajadas, que cedía gustoso el puesto de domador de fieras, deseándole más suerte
en el asunto de la que él mismo había tenido. La risa fue general, pero excluyó
a María. Tal vez por ello, día tras día gestó la extraña y en ocasiones,
absurda idea de reencontrarse con aquella niña del muelle para sudar envuelta
en sábanas sin deseos de lavar.
Para
quien debe huir, las tormentas en el mar terminan por ser una costumbre
necesaria como lo es alimentarse, respirar o zambullirse en otro barco sin
brillo antes de cumplir los veinte.
Cuando
aquellas manos desconocidas recorrieron el suelo llenándose de frutos tuvo
miedo de escuchar lo que sus entrañas gemían y echó a correr con el oleaje del
agua bajo los pies como cuando la subieron al barco, embriagada de mareo por la
paliza que su padre le ofrendó, tras descubrir el germen de la desobediencia en
la muñeca que escondía entre sus ropas.
La
lista de las compras comenzó a crecer conforme a sus ansias y se encontró buscando
recetas exóticas que la obligasen a salir en busca de mercadería. No hubo
lluvia que la detuviese ni hora que le pareciera tardía. La despensa se llenó
de especias y la casa de aromas nuevos. Postres, tortas y mermeladas caseras decoraron
una cocina que siempre había sido gris, a pesar del amarillo intenso que cubría
las paredes. Fue el cuerpo de María quien habló rechazando cada inicio de
gestación con naturalidad, haciendo caso omiso a la obsesión de aquél hombre,
que reclamó por años herencia, hasta que comenzaron a golpear la puerta de la
casa niños que suplicaban a viva voz apellido y dinero. Los perros hacían tal
alboroto con sus ladridos y corridas que los vecinos comenzaron a quejarse
sumándose a la gente que tocaba aquella puerta con reclamos. Sin embargo, nada
conseguía alterar el ánimo de María. Concentrada en su cocina, ahuyentaba a los
chismosos con un descaro dormido en ella hasta ese momento, para continuar
probando sabores que degustarían dos. Al atardecer, cuando luces y sombras se
confunden con la arboleda, agudizaba el oído para distinguir en el lenguaje de
sus perros, la llegada de José.
Cuentan
que cuando los niños dejaron de serlo, vieron a su esposo correr a medio vestir
por la plaza del pueblo, mientras unos muchachos de idéntica agilidad lo
perseguían. Nadie supo más de él, ni siquiera María que en este momento
sostiene una muñeca de trapo sin brazos rotos, al tiempo que abre la cerca al
hombre que ya no la salta, para besar vida en esos labios.
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