"SIETE ARTES"

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viernes, 29 de diciembre de 2017

MURO DE ESCRITORES: "OLEAJE" por Viviana Ibrahim


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MURO DE ESCRITORES: 
"OLEAJE"

por Viviana Ibrahim



Mientras a José lo perseguían los perros, pensaba en María. El tarascón recibido la primera vez que saltó la cerca lo acompañaría, en nombre del amor, hasta el último día. Convencida de que el olor a hospital corroe hasta el nombre, paseó su mano sobre aquella cicatriz protegiéndolo así de un eventual robo. Y cuando él ya no pudo responder, fue ella quien se encargó de nombrarlo a pesar del fastidio de los médicos que, apresurados, lo llamaban paciente a secas.
También ella sabía de huidas, pero de las otras, de las que apresan en círculo hasta quitar el aire sin saltos que te salven de ser bocado. Lo aprendió siendo pequeña, cuando su padre decidió embarcar rumbo a la lejanía del mundo de María, llevando como único equipaje una familia desnuda.
Hacía tiempo que el escaso trabajo en el campo había traído de invitado, a la mesa familiar, un crujido en las entrañas que ni la leche merengada lograba apaciguar. Una noche, Don Carlos reunió a su esposa e hijos en torno al leño encendido. Acercó las manos a la tímida  luz de las llamas para que todos los presentes pudieran apreciar la veracidad de la desgracia.  Habló de lo limpias que se encontraban, de la casi suavidad insolente que las amenazaban y tras cada palabra obligó de a uno por vez, a palparlas. María no entendía por qué había que entristecerse por unas manos saludables, menos aún la insistencia de su padre en que aquello era una mala señal. Giró su cabeza en busca de alguna respuesta pero su madre ya no estaba allí. Los ojos inmensos parpadeaban apenas ante algún crispar, absorta en un mundo inentendible parecía consumirse al compas del fuego. Fue repentino. En algún intervalo entre crepitares y parpadeos, María descubrió que las marcas que Don Carlos reclamaba habían viajado hasta el rostro de su madre. Allí, a la vista de todos, surcos y sombras danzaban la resignación. Se mordió los labios para no gritar, y a la hora del sueño acurrucó el secreto bajo la almohada.
Antes de que María pudiese memorizar su fecha de nacimiento o aprender el lenguaje extraño del reloj, se encontró parada en el muelle junto a sus padres. Los hermanos revoloteaban alrededor de la falda de su madre inmersos en una realidad de bandidos, con armas de dedos sucios y mocos en los puños. La niña escondía una muñeca, sujetándola con la rigidez de sus brazos pegados al cuerpo, mientras observaba el bamboleo de las embarcaciones en la inmensidad del agua. Aquello no parecía representar un peligro para nadie, las personas del lugar continuaban trabajando sin prestar la menor atención a esa familia que aguardaba en el mismo lugar desde hacía largo rato. Don Carlos, en cambio, notó  la amenaza, pero fuera del mediterráneo, en la propia María y allí mismo enseñó la rudeza que aún habitaba sus manos. Su madre permaneció parada sosteniendo con firmeza a sus dos hermanos que se burlaban de ella, mientras el silencio de esos ojos descalzaba el alma de María frente a una masa de curiosos que no quisieron perder detalle del espectáculo ofrecido sin  entradas. Y allí quedó por siempre la infancia, tendida en el suelo con el brazo de trapo roto, viéndola partir.

 De fugas imposibles están también aquellas que suceden cuando lo que estalla es el mismo sol. Y aunque los ojos entrecerrados se empecinen en no ver, sienten su presencia inevitable y certera pegada al rostro. A José lo conoció una tarde en que las frutas rodaban por el suelo del mercado. Ofrecían un espectáculo de colores variados ante los ojos impávidos del resto y ella, que andaba floja de penas, arrodilló su vergüenza sobre el tendal. La voluntad se le había acostumbrado a ceder ante lo irremediable, como las marcas que asomaban en un rostro aún joven sin que encontrase remedio para evitarlas. Detenerse frente al espejo a observarlas, especialmente luego de haber vivido una noche de amor para uno, se había convertido en un ritual. Corría entonces hacia la habitación, sacaba de un tirón las sábanas para lavarlas hasta que envejecían también sus dedos. No había caso. Aparecían en su cuerpo manchas violáceas que ningún jabón lograba quitar y sus piernas doloridas por la batalla nocturna, parecían gritarle que aún estaban vivas y listas para correr, aunque ella no supiese hacia dónde.
Don Carlos había sido claro durante la modesta ceremonia celebrada en el bar central del pueblo. Sosteniendo en alto su copa de vino exclamó, entre carcajadas, que cedía gustoso el puesto de domador de fieras, deseándole más suerte en el asunto de la que él mismo había tenido. La risa fue general, pero excluyó a María. Tal vez por ello, día tras día gestó la extraña y en ocasiones, absurda idea de reencontrarse con aquella niña del muelle para sudar envuelta en sábanas sin deseos de lavar.
Para quien debe huir, las tormentas en el mar terminan por ser una costumbre necesaria como lo es alimentarse, respirar o zambullirse en otro barco sin brillo antes de cumplir los veinte.
Cuando aquellas manos desconocidas recorrieron el suelo llenándose de frutos tuvo miedo de escuchar lo que sus entrañas gemían y echó a correr con el oleaje del agua bajo los pies como cuando la subieron al barco, embriagada de mareo por la paliza que su padre le ofrendó, tras descubrir el germen de la desobediencia en la muñeca que escondía entre sus ropas.
La lista de las compras comenzó a crecer conforme a sus ansias y se encontró buscando recetas exóticas que la obligasen a salir en busca de mercadería. No hubo lluvia que la detuviese ni hora que le pareciera tardía. La despensa se llenó de especias y la casa de aromas nuevos. Postres, tortas y mermeladas caseras decoraron una cocina que siempre había sido gris, a pesar del amarillo intenso que cubría las paredes. Fue el cuerpo de María quien habló rechazando cada inicio de gestación con naturalidad, haciendo caso omiso a la obsesión de aquél hombre, que reclamó por años herencia, hasta que comenzaron a golpear la puerta de la casa niños que suplicaban a viva voz apellido y dinero. Los perros hacían tal alboroto con sus ladridos y corridas que los vecinos comenzaron a quejarse sumándose a la gente que tocaba aquella puerta con reclamos. Sin embargo, nada conseguía alterar el ánimo de María. Concentrada en su cocina, ahuyentaba a los chismosos con un descaro dormido en ella hasta ese momento, para continuar probando sabores que degustarían dos. Al atardecer, cuando luces y sombras se confunden con la arboleda, agudizaba el oído para distinguir en el lenguaje de sus perros, la llegada de José.

Cuentan que cuando los niños dejaron de serlo, vieron a su esposo correr a medio vestir por la plaza del pueblo, mientras unos muchachos de idéntica agilidad lo perseguían. Nadie supo más de él, ni siquiera María que en este momento sostiene una muñeca de trapo sin brazos rotos, al tiempo que abre la cerca al hombre que ya no la salta, para besar vida en esos labios.



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